Pareciera que no perciben el carácter inculpatorio de esta formulación: «Al fiscal general le han imputado por desmontar un bulo». La otra posibilidad es que les dé igual cuál sea el destino de Álvaro García Ortiz y pretendan que su martirio sea un postrero servicio a la causa.
Decir que a García Ortiz lo han imputado por desmontar un bulo es tanto como asumir que es el fiscal general del Relato, en feliz formulación de Chapu Apaolaza. Una confesión de culpa, quizás dictada por la mala conciencia. El auto de la sala de lo penal del Supremo es la descripción coherente de una operación política y las excitadas alusiones de la sincronizada a los manejos de Miguel Ángel Rodríguez solo consiguen subrayar que García Ortiz estaba actuando como un jefe de gabinete en lugar de como el Ministerio Fiscal de todos los españoles. Que el fiscal es el par de MAR, en fin. Urge dibujar una nueva línea de defensa; a menos, ya digo, de que el sacrificio sea el grandioso finale de esta tragedia.
En la narración de los hechos del Supremo se advierte una obsesión malsana por Díaz Ayuso. Desde la llamada que recibe el fiscal de delitos económicos, Julián Salto, de la fiscal jefa provincial para informarle de quién era la novia de González Amador, hasta la urgencia con la que al hombre lo sacan de un partido de fútbol para pedirle los correos electrónicos que evidencian la negociación para un acuerdo de conformidad. ¿Qué le importará a la Fiscalía la vida amorosa de González Amador? Máxime cuando los hechos que se le investigan son de antes de que fuera novio de Ayuso. Pues le importaba mucho. Sólo puede haber un motivo: porque eso permite convertir su caso en un arma política. Álvaro García Ortiz decidió blandirla. Puede que nunca se pruebe que es él quien está detrás de la filtración del expediente de un particular, primero, para generar la noticia, y de los correos de la negociación, después, para sustentarla; pero de donde ha llegado es imposible regresar.
En el camino que ha recorrido, de inidóneo a imputado, habrá dejado tras de sí una fétida pedagogía. Hasta el punto de que ya provoca luxaciones de mandíbula el descubrimiento de que el ofrecimiento de una declaración de culpabilidad en un acuerdo de conformidad no convierte a nadie en culpable. O que se puede cometer un delito por decir la verdad. Obviedades que hoy se ven exóticas a causa de la más vertiginosa degradación que haya vivido una democracia europea en la historia reciente.